Que Dios los ayude
Cansado de pensar infinitas soluciones para ayudar al mundo,
el se dio cuenta que necesitaba un
respiro. Su nombre era Dios, y
aunque realmente lo era, necesitaba claramente un descanso, tal como estar en
pausa un momento.
Trabajaba en el
centro del mundo, logrando solucionar millones de problemas en menos de un
minuto. Se sentó a tomar un café y pego un vistazo a lo largo de los
continentes. En Europa, personas con mucho dinero realizando una fiesta en
honor a la victoria de su equipo de golf. En África, más precisamente en Ghana,
niños jugando con leones pequeños, disfrutando de la naturaleza. Llegó a China,
en Asia: un hombre ciego, muy desesperado al sentir que no podía cruzar la
calle y nadie lo ayudaba.
Luego de varias recorridas, arribó a Sudamérica, Argentina.
Era un domingo 27 de octubre y faltaban cinco minutos para la seis de la tarde.
En ese instante, se estaba disputando el súper clásico del país. Defensores
Unidos versus Atlético Capital, 45 minutos casi cumplidos del segundo tiempo,
el marcador empatado en cero, él árbitro sopló el silbato y tiro libre de mucho
peligro para el conjunto local.
Dios, como cada domingo,
era muy indeciso con las definiciones de los partidos y esa vez,
prefirió hacer un análisis. Observó el estadio completo y vio las hinchadas
cantando hasta quedarse sin voz. Los directores técnicos muy callados y
nerviosos, el que iba a patear el tiro libre, el arquero y por último, dos
amigos, uno más asustado que el otro. Había mucha adrenalina en el estadio.
Pensó a quien darle una mano. El arquero, veterano, bastante
gordito, y además no realizaba bien su labor bajo los tres palos. Nunca había
podido ser figura, ésta podría ser la primera vez ¿no? Si atajaba se
convertiría en tapa Olé o lo podrían invitar a programas televisivos a ocupar
un lugar a lo largo de la semana.
El que estaba por patear el tiro libre, el 10 de Defensores.
Manejaba de forma excelente la pelota, fachero, buen físico. Además era su
primer clásico luego de su vuelta y posiblemente el último. Su objetivo no sólo
era ser campeón sino que también quería conquistar a la hija del presidente del
club. El tiro libre era clave, a ella le gustaba la fama y si hacía el gol
sería el héroe. Entonces Dios, pensante, llegó a la conclusión de que ése era
el momento.
También era el momento de analizar a los Directores
Técnicos. Uno estaba más complicado que el otro. Al del equipo local, si no
ganaba, lo echaban. Prácticamente igual, lo que sufría el otro Técnico, el de
Atlético, que si perdía dejaba su cargo. El de Defensores era separado, con dos
hijos y dos hijas que mantener, su esposa estaba loca. En cambio, el del equipo
visitante, soltero, cuidaba de su madre, enferma y viuda, y no tenía hermanos.
En su última recorrida, pasó por las plateas. Los dos amigos
se comían las uñas mientras el árbitro colocaba el spray. Además de su equipo,
pensaban mucho en su apuesta: el perdedor pegaría el asado “incluyendo
achuras”, había dicho Luis, hincha de Defensores. Le encantaban las apuestas,
de hecho, gastaba mucho de su jubilación en la Quiniela. En cambio Carlos, más
tranquilo, sólo respondió que sí, sin pensar en los gastos de ese famoso asado.
Dios se enojó al verlos persignándose y exclamó irónicamente: ¡No van a misa
desde hace años y ahora, por un insignificante partido, rezan!
Dadas las opciones, la pelota bien frenada en el vértice
izquierdo del área. Los relatores expectantes. Mucho nervio y ansiedad. El
arquero esperaba volar al lugar exacto, el 10 ponerla en el ángulo. Mientras
tanto, Dios pensando qué hacer. ¿A quién beneficiar? ¿Merecía el arquero el
éxito? ¿O lo merecía el 10? ¿Qué entrenador precisaba más el trabajo? ¿Qué
hincha merecía la victoria de su equipo?
Tantas cuestiones por resolver que hasta el pensó en tratar
de suspenderlo con un diluvio u otra interrupción. Para menos problema, cambió
de imagen y colaboró con el señor chinito para que pudiera cruzar la calle.
Pensó: la resolución del partido queda en manos de la competencia, que Dios los
ayude. Y se rió.
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