miércoles, 28 de marzo de 2012

Cobardía de Leticia Sarli -1er Premio en Concurso Biblioteca -Cuento Breve 2011

Cobardía
Sus llantos penetraban en sus oídos como dagas. No podía soportar la idea de ver a una mujer llorar. Volvió sus ojos hacia el cuerpo arrodillado que tenía a sus pies. Ella alzó la cara, y él pudo divisar los rastros de maquillaje esparcidos por su rostro, que usualmente era inmaculado. Sus cabellos, siempre de un lacio irreal, ahora caían desordenadamente alrededor de su cara. Parecía no quedar vestigios de la dama de alta sociedad que era todos los días.
Nada de lo que decía parecía tener sentido para él. Ella continuaba balbuceando palabras inconexas y no era capaz de terminar una oración, pero él sabía lo que intentaba decir. En un impulso por detener los llantos, cayó de rodillas frente a ella y con toda suavidad tomó su rostro fino y delicado entre sus palmas. Ella cesó de llorar al instante, pero apartó la cara de entre sus manos y dio media vuelta.
-¿Ves este anillo?-dijo él y le mostró aquel anillo de oro con el cual hacía años se habían jurado fidelidad, respeto y amor – Léelo- insistió, colocando el anillo entre sus manos.
Ella lo tomó y, con mano temblorosa, leyó la inscripción grabada en el interior del anillo: “Por siempre”.
-Exactamente- dijo él, volviendo a poner la cara de ella en sus manos. Pero no podía evitar reconocer que esas palabras no eran más que mentiras. Amelia solía decir que él tenía el potencial de ser grandioso, de ser escuchado, de terminar con este gobierno. Sin embargo, él sabía que le faltaba valor, que nunca sería lo suficientemente fuerte como para defender lo que él mismo creía correcto. Él quería paz, cueste lo que cueste. Pero en esos momento paz significaba quedarse en su casa, con su esposa y vivir la vida que las autoridades consideraban correcta, aunque quisiera gritar a los cuatro vientos que no. Ya había aprendido la lección, de la forma más cruel y más dura.
Y mientras besaba a su esposa no pudo evitar pensar lo decepcionada que Amelia estaría si lo viera. Ella, que había luchado hasta lo último de su vida para defender una causa justa, para defender la libertad y la justicia; y él, que besaba los labios de una mujer que hacía imposible todo lo anterior. Sintió asco de sí mismo, ¿cómo podría ser tan cobarde?
Ya entrada la noche, Sam miró a través de la ventana. Sólo los sonidos de las sirenas cortaban con la quietud de aquella habitación. Para muchos, a diferencia de él, se habían convertido en un simple murmullo de fondo. ¿Sabrían su significado? ¿Sabrían lo que aquellos hombres, ataviados con sus trajes negros, iban a hacer aquella noche?
Miró a la mujer que ahora se acostaba en su cama. Su cabello se encontraba esparcido sobre las sábanas blancas y dormía plácidamente. Pensó que ningún hombre sensato podría rechazar a una pareja como ella. Su figura, sus talentos, incluso su posición social la hacían una candidata casi insuperable para cualquier hombre. Era una pena, se dijo a sí mismo, que lo hubiera elegido a él.
-La felicidad en el matrimonio es una estricta cuestión de suerte – le había dicho Amelia en una oportunidad, mientras miraban las estrellas en los prados de El Refugio. – Jane Austen, Orgullo y prejuicio – aclaró ante la mirada de incredulidad de él.
Lejos, donde terminaba la urbe, se apreciaban espirales de humo negro, que nadie parecía percibir. Eran libros, según le habían dicho el resto de los miembros de la Resistencia. Para Sam, que jamás había tocado un libro en su vida, saber que aún existían tales cosas y que eran quemadas por el gobierno era sorprendente… y atemorizante.
-¿Y, por qué queman libros?
Amelia le sonrió y se colocó en puntas de pie para besarle los labios. Su cabello corto y lacio, su contextura pequeña y sus ojos verdes eran adorables, pero fue su inteligencia lo que lo cautivó.
- Porque pensar, mi amor - le había dicho - es el peor crimen de todos.
Y estaba en lo cierto.
Antes de la amarga discusión con su esposa, él y Amelia habían decidido encontrarse en un grupo de departamentos abandonados a las afueras de la ciudad. El edificio de departamentos Rochester había permanecido en desuso por largos años y –como no formaba parte de la ciudad ya que se encontraba por detrás del Muro- el gobierno parecía haberse desentendido de él.
Esa noche Amelia parecía nerviosa, un aspecto inusual en ella. Sin embargo, siempre que Sam le preguntaba, ella lo besaba y respondía “nada, estoy bien” y continuaba besándolo. Luego de un tiempo dejó de contestar y trataba de desviar el tema de conversación.
-¿No le darán celos a tu mujer el saber que no vas a dormir en tu casa? – fue la última pregunta que le hizo.
Él se limitó a sonreírle. Por supuesto que le  daría un ataque de celos. Su esposa era por naturaleza una mujer celosa, incluso antes de conocerla a Amelia ya le había inventado supuestos romances con compañeras de trabajo o mujeres desconocidas durante alguna de las fiestas sociales a las que ella tanto ansiaba asistir.
En un momento de la velada, Amelia se levantó bruscamente de su asiento y anunció que debía usar el baño. Sam sabía que algo no andaba bien, incluso los ojos de Amelia, que él conocía tan bien, parecían augurar algo malo. Debería haberse dado cuenta de que algo iba mal cuando la habitación se iluminó del amarrillo de las sirenas. Lo único que atinó a hacer fue tirarse al piso, hasta que las luces y los sonidos se hicieron cada vez más lejanos, y se extinguieron.
Amelia entró tan bruscamente por la puerta y lo tomó tan fuertemente del brazo que la copa de vidrio que había estado sosteniendo resbaló de sus dedos, y el sonido del vidrio haciéndose añicos contra el suelo retumbó en todo el edificio. Sam miró alarmado a su compañera, y vio el terror en sus ojos.
- Amelia, ¿qué…? – pero él no terminó de formular su pregunta porque ella lo besó como nunca antes lo había hecho, con tanta pasión que él mismo la tomó por la cintura y la levantó del piso.
Cuando ella se separó, sus ojos brillaban de felicidad. ¿Cómo alguien podría acusarlo alguna vez de infidelidad? A ellos los unía un lazo más fuerte que un papel o cualquier mera ley humana, sus sentimientos trascendían todo aquello ¿qué importaba lo que pensaran los demás mientras ellos fueran felices? Y en ese instante sintió que podía vivir toda una vida a su lado, envejecer juntos, tener hijos, verlos crecer…
Sin despegar sus ojos de los de él, Amelia depositó un trozo de papel higiénico enrollado como pergamino en su mano. “Lo siento tanto” fue lo último que dijo antes de dar media vuelta e irse. Sam trató de seguirla, pero encontró que ella se había encargado de encerrarlo. Golpeó la puerta con todas sus fuerzas, pero lo único que consiguió fue un punzante dolor en el hombro. Pasados unos minutos de silencio e incertidumbre, todo quedó claro: los sonidos inconfundibles de un arma de fuego cortaron el aire. Sam se asomó a la ventana y pudo distinguir el cabello rojo de Amelia esparcido en el suelo y en su blusa, las grandes manchas rojizas…
Sam dejó reposar la frente en el vidrio frío de la ventana de su departamento. Las imágenes de la sangre y el rostro inexpresivo de Amelia tirado en el piso, inerte, lo continuaban atormentando. En su mano derecha, arrugado, se encontraba el rollo de papel higiénico que le había dado poco antes de morir. Algunas frases de lo escrito aún le resonaban en su cabeza: “Nunca olvides que te amo” comenzaba el último párrafo, escrito con letra temblorosa “Olvidar es lo peor que un ser humano puede hacer. Nunca olvides quién sos, quién sos capaz de ser. Jamás olvides todo aquello por lo que luchamos: libertad, justicia… ¿En qué mundo estarías viviendo? ¿Qué mundo estaríamos dejando? Olvidar es fácil, morir es fácil; pero vivir, y recordar, eso sí es complicado. ¿Cómo reconstruir un mundo donde cosas tan malas han ocurrido? Pero tenés que saber que la maldad, la tiranía y la opresión son cosas pasajeras. La oscuridad va a dar paso al día, y el sol va a brillar más fuerte que nunca. No lo olvides. No me olvides. Amelia.”
A lo lejos, el sol comenzaba a asomarse por sobre los edificios. Sam giró y vio cómo su mujer se acomodaba entre las sábanas. Volvió a fijar sus ojos en el pequeño rollo de papel higiénico y en el anillo dorado que llevaba en su dedo. Lentamente, volvió a la cama y depositó el anillo debajo de la almohada. Amelia se equivocaba, él no era un hombre valiente. Pero, pensó, mientras tomaba su mochila y salía por el umbral de la puerta, hay momentos en que uno no tiene que pensar en sí mismo, en su mera supervivencia, sino que en un bien mayor. Tal vez sí, era un cobarde; pero no existe un hombre tan cobarde a quien el amor no haya convertido en un héroe.


miércoles, 21 de marzo de 2012

21 de Marzo Día Internacional de la Poesía

...
No te rindas que la vida es eso,
continuar el viaje,
perseguir tus sueños,
destrabar el tiempo,
correr los escombros y destapar el cielo.
...
Mario Benedetti - Fragmento

«En un mundo que está en plena mutación, sacudido por un vértigo de cambios y transformaciones sociales, los poetas acompañan los movimientos cívicos y atinan tanto a sacudir las conciencias por las injusticias del mundo como a conmoverlas por su belleza. Nosotros vemos también las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías y los breves mensajes que circulan por las redes sociales para conferir un nuevo aliento a la poesía y favorecer la creación y el intercambio de poemas o versos capaces de dilatar nuestra relación con el mundo.

Mensaje de la Sra. Irina Bokova, Directora General de la UNESCO, con motivo del Día Mundial de la Poesía, 21 de marzo de 2012